
Cumplimiento de contratos entre empresas y proveedores en tiempos del Covid-19
Miguel Morales Sabalete, abogado asociado del área Civil. AGM Abogados.
El siguiente artículo fue publicado en Economist&Jurist, léelo aquí
El Covid-19, alias Coronavirus, afecta ya a todos y cada uno de nosotros en nuestra vida diaria, estemos infectados o no por ese microscópico organismo.
Esta situación ha obligado al Gobierno central -con más o menos fortuna y con más o menos celeridad- a aprobar un Decreto que modifica y restringe de manera importante el día a día de todos los ciudadanos de este país en términos similares a lo que ya ha ocurrido en otros países.
Esta grave alteración del día a día de todos y cada uno de nosotros tiene, como es natural, una enorme incidencia en el plano económico, sobre los autónomos y las empresas -grandes y pequeñas-, que se ven obligadas a cerrar temporalmente sus locales y suspender su actividad (cines, cafeterías, restaurantes, gimnasios, centros educativos y de formación, salas de fiestas, etc.).
Esto supone que las relaciones contractuales de estas empresas mantienen entre sí y con sus proveedores y distribuidores, etc. pueden verse sensiblemente afectadas unas tras otras, en un efecto dominó de una magnitud incalculable.
En este punto parece razonable traer a colación la conocida como “cláusula rebus sic stantibus” (estando así las cosas o en este estado de cosas).
Todos sabemos que la ley, en nuestro caso el Código Civil, obliga al cumplimiento de los contratos, que tienen fuerza de ley entre las partes (art. 1091 CC), por lo que deben cumplirse “a tenor de los mismos”.
Esta fuerza de ley de los contratos se mantiene siempre que sus cláusulas y condiciones no sean contrarias a las leyes, a la moral ni al orden público –en los decimonónicos términos del artículo 1255 CC-.
Los contratos, además, ganan esa fuerza de ley entre las partes desde el momento en que ambas partes consienten en obligarse, cuando estas cruzan sus respectivos consentimientos sobre los elementos esenciales del contrato.
Una vez hecho esto, nuestro Código Civil establece que los contratos obligan no sólo al cumplimiento de los términos y condiciones expresamente pactados en el contrato “sino también a todas las consecuencias que, según su naturaleza, sean conformes a la buena fe, al uso y a la ley“ (art. 1258 CC).
Así, en nuestro ordenamiento, los contratos obligan a las partes no tan solo desde la perspectiva de sus estrictos y concretos términos, sino que también las obliga al cumplimiento del contrato, siempre, desde una perspectiva acorde a la buena fe, al uso y a la ley.
Esta perspectiva de cumplimiento acorde a la buena fe, al uso y a la ley permite a nuestros juzgados y tribunales, en determinados casos, siempre imprevistos, restablecer el equilibrio prestacional convenido por las partes cuando este equilibrio se rompe e, incluso, a “disolver el vínculo” contractual cuando este ya no sirve a la finalidad económica para el que habían sido concebidos.
El contrato se aceptó en unas determinadas circunstancias endógenas –relativas a cada uno de los contratantes- pero también exógenas que, ajenas al control de las partes y alteradas de manera sustancial por el motivo sobrevenido que sea, el confinamiento social de todo un país por un Decreto del Gobierno ante una alarma sanitaria por ejemplo y la orden de cierre de bares, restaurantes, cines, teatros, gimnasios, centros comerciales o de ocio, etc., puede suponer la completa frustración de la finalidad económica que les movió a obligarse entre sí, el contrato pierde su viabilidad económica o, dicho de otro modo, se convierte en excesivamente oneroso para las partes en las concretas condiciones en que lo hizo si ahora, o bien, provoca la quiebra del equilibrio prestacional que las partes habían establecido en grave, generando un desequilibrio que va contra la lógica de nuestro sistema jurídico contractual.
Como consecuencia de esas nuevas circunstancias exógenas, podemos encontrarnos pues, con que las cosas han dejado de ser lo que eran entre las partes.
Ello no quiere decir que cualquiera de las partes pueda tranquilamente resolver el contrato que les obliga, pues debemos recordar que, en nuestro ordenamiento, como en muchos otros, rige el principio de conservación de los contratos o “favor negotii”, clave de bóveda de nuestro sistema socio-económico y de la que está embebida toda la concepción jurídica que lo sostiene, como puede advertirse en el artículo art. 1284 CC.
Partiendo pues de que los contratos deben cumplirse al tenor de los mismos y del principio de conservación de los contratos, debemos preguntarnos qué podemos hacer cuando el contrato entra en crisis por circunstancias externas como las que ahora vivimos, hasta el punto de hacerle perder su utilidad económica o de ser francamente perjudiciales para una de las partes en detrimento de la otra.
Ahí es donde puede entrar en juego la llamada cláusula “rebus sic stantibus”.
En virtud de esta cláusula y conforme establece la Sentencia del Tribunal Supremo de 27 de mayo de 2002 podríamos solicitar la resolución judicial del contrato, la revisión de algunas de sus condiciones e incluso su suspensión[1] .
Ahora ya podemos ir imaginándonos la utilidad de la invocación de esta cláusula en el momento presente…
Con base a esta cláusula, las partes o, en defecto de acuerdo, los juzgados o, en su caso, los árbitros, pueden establecer la revisión de alguna o algunas de las condiciones de un contrato, o la suspensión de estos contratos hasta que el estado de cosas vuelva a una relativa normalidad, esto es, hasta que las cafeterías, restaurantes, cines, gimnasios, salas de conciertos, salas de fiestas, etc… puedan volver a abrir sus puertas.
Ello por cuanto resulta evidente que una sala de fiestas no va a precisar los servicios periódicos de limpieza que pueda tener contratados cuando su establecimiento puede funcionar con normalidad que ahora que su establecimiento va a tener que permanecer cerrado al público, no por capricho, sino por una orden del Ejecutivo, como mínimo, durante 15 días.
Ello por cuanto resulta evidente que una cafetería que se haya comprometido frente a su proveedor exclusivo o frente a su franquiciador a la compra mensual de una determinada cantidad de kilogramos de café cada mes cuando su establecimiento va a tener que permanecer cerrado al público, no por capricho, sino por una orden del Ejecutivo, como mínimo, durante 15 días, no va a poder dar salida a dicho producto.
Ello por cuanto resulta evidente que una empresa radicada en Milán que desea abrir una sucursal en España y ha firmado un contrato de reserva para el arrendamiento de unas oficinas en Barcelona no va a poder trasladarse en la fecha comprometida por razón del confinamiento de los trabajadores que iban a ser desplazados a España.
Son tres ejemplos reales. Pero hay muchísimos más.
Es cierto, y debe decirse, que esta cláusula ha sido tradicionalmente aplicada de manera muy restrictiva y excepcional por nuestros juzgados y tribunales, por el lógico pudor de los jueces y magistrados de “hurgar” en los términos de un contrato para modificarlo o resolverlo por circunstancias inicialmente no previstas ni en el mismo contrato –recordemos que el contrato es ley entre las partes y debe cumplirse al tenor de este-, ni tampoco en la ley.
No obstante, durante los años de la crisis económica que estallara allá por el ya no tan próximo año 2008, el Tribunal Supremo hizo un ejercicio de cierta reinterpretación y de cierta flexibilización en la aplicación de esta figura que bien puede servirnos en circunstancias como las presentes en las que, como hemos visto, las condiciones de un contrato pueden convertirse en excesivamente onerosas para una parte sin que esta haya sido la causante de esta mayor onerosidad y sin que haya podido hacer nada para remediarla.
Así, la Sentencia nº 591/2014 dictada por el Tribunal Supremo. Sala de lo Civil el 15 de octubre de 2014 (Rec. nº 2292/2012, ponente Ilmo. Sr. Francisco Javier Ordina Moreno) expresaba lo siguiente:
“…en la actualidad, se ha producido un cambio progresivo de la concepción tradicional de esta figura referenciada en torno a un marco de aplicación sumamente restrictivo concorde, por lo demás, con una caracterización singular de la cláusula, de «peligrosa» o «cautelosa» admisión, y con una formulación rígida de sus requisitos de aplicación: «alteración extraordinaria», «desproporción desorbitante» y circunstancias «radicalmente imprevisibles»; caso de la Sentencia de esta Sala, de 23 de abril de 1991, que es tomada por la Audiencia como referente jurisprudencial para declarar la inaplicación de la cláusula rebus.
Por contra, en la línea del necesario ajuste o adaptación de las instituciones a la realidad social del momento, así como al desenvolvimiento doctrinal consustancial al ámbito jurídico, la valoración del régimen de aplicación de esta figura tiende a una configuración plenamente normalizada en donde su necesaria aplicación prudente no deriva de la anterior caracterización, sino de su ineludible aplicación casuística, de la exigencia de su específico y diferenciado fundamento técnico, y de su concreción funcional en el marco de la eficacia causal de la relación negocial derivada de su imprevisibilidad contractual y de la ruptura de la base económica del contrato, con la consiguiente excesiva onerosidad para la parte contractual afectada.
Esta tendencia hacia la aplicación normalizada de la figura, reconocible ya en las Sentencias de esta Sala de 17 y 18 de enero de 2013 (núma. 820/2012 y 822/2012, respectivamente), en donde se declara que la actual crisis económica, de efectos profundos y prolongados de recesión económica, puede ser considerada abiertamente como un fenómeno de la economía capaz de generar un grave trastorno o mutación de las circunstancias, ha tomado cuerpo en la reciente Sentencia de esta Sala de 30 de abril de 2014 (nº 333/2014) con una detallada fundamentación y caracterización técnica de la figura y del desarrollo de la doctrina jurisprudencial relativa a su régimen de aplicación.”
Llegados a este punto, debe advertirse que la mera existencia de esta situación extraordinaria, inesperada y del todo imprevisible para las partes no conllevará, en sí misma, la reinterpretación de un contrato por el juez, sino que esta nueva y realidad externa, aunque sea notoria, –es notoria porque no necesita de prueba alguna, es conocida por todos-, debe hilvanarse, en nuestra solicitud de revisión o suspensión del contrato, con la debida explicación razonada y con prueba bastante que acredite que el contrato, en los términos en que fue concebido, o bien que resulta excesivamente oneroso en este momento, o bien que ha perdido en sustancial medida la reciprocidad que inicialmente guardaban las prestaciones de las partes.
En este punto podemos citar la Sentencia número 64/2015 dictada por el Tribunal Supremo. Sala de lo Civil el 24 de febrero de 2015 (Rec. nº 282/2013, ponente Ilmo. Sr. Francisco Javier Ordina Moreno):
“En relación a la excesiva onerosidad hay que señalar que su incidencia debe ser relevante o significativa respecto de la base económica que informó inicialmente el contrato celebrado. Este hecho se produce cuando la excesiva onerosidad operada por dicho cambio resulte determinante tanto para la frustración de la finalidad económica del contrató (viabilidad del mismo), como cuando representa una alteración significativa o ruptura de la relación de equivalencia de las contraprestaciones (conmutatividad del contrato). En este caso, las hipótesis son básicamente dos; que la excesiva onerosidad refleje un substancial incremento del coste de la prestación, o bien, en sentido contrario, qué la excesiva onerosidad represente una disminución o envilecimiento del valor de la contraprestación recibida. En este contexto, y dentro de la fundamentación objetiva y de tipicidad contractual señalada, pueden extraerse las siguientes consideraciones de carácter general:
- A) La base económica del contrato, como parámetro de la relevancia del cambio, esto es, de la excesiva onerosidad, permite que en el tratamiento de la relación de equivalencia sea tenida en cuenta la actividad económica o de explotación de la sociedad o empresario que deba realizar la prestación comprometida.
- B) Desde esta perspectiva parece razonable apreciar la excesiva onerosidad en el incremento de los costes de preparación y ejecución de la prestación en aquellos supuestos en donde la actividad económica o de explotación, por el cambio operado de las circunstancias, lleve a un resultado reiterado de pérdidas (imposibilidad económica) o a la completa desaparición de cualquier margen de beneficio (falta del carácter retributivo de la prestación).
- C) En ambos casos, por mor de la tipicidad contractual de la figura, el resultado negativo debe desprenderse de la relación económica que se derive del contrato en cuestión, sin que quepa su configuración respecto de otros parámetros más amplios de valoración económica: balance general o de cierre de cada ejercicio de la empresa, relación de grupos empresariales, actividades económicas diversas, etc.]»
Esperemos por el bien de todos nosotros que esta situación no se alargue más allá de unas pocas semanas y que la actividad productiva y económica pueda repuntar y recuperar en la mayor medida posible, todo lo que pueda perderse en este triste y pandémico paréntesis.
Entérate de todos los cambios legislativos derivados de la declaración del estado de alarma por el COVID-19, que afectan a empresas y personas, haciendo clic aquí.
Si necesitas asesoría o mayor información, contáctanos.